
Desde que llegamos al mundo, necesitamos del otro para sobrevivir. Nacemos completamente dependientes, y es en ese primer lazo —el vínculo con quien nos cuida— donde comenzamos a aprender cómo amar y ser amados. Lo que muchas veces no sabemos es que ese aprendizaje temprano deja una huella que nos acompaña toda la vida.
Lo que nos calma, lo que nos duele
El apego es ese patrón relacional que se forma en la infancia: la manera en que aprendimos a regular nuestras emociones en presencia (o en ausencia) de una figura protectora. Si cuando llorábamos alguien nos calmaba, si nos sentíamos vistos, escuchados, sostenidos, es probable que hayamos desarrollado un apego seguro. En cambio, si nuestras necesidades fueron ignoradas, si hubo violencia, confusión o ambivalencia, es posible que el apego que hayamos formado sea ansioso, evitativo o desorganizado.
Estos patrones no son etiquetas ni condenas. Son mapas emocionales que aprendimos muy temprano y que luego, sin darnos cuenta, intentamos replicar en nuestras relaciones adultas.
¿Por qué me cuesta tanto vincularme?
Tal vez te preguntes por qué elijo siempre a personas que no están disponibles. O por qué siento miedo al compromiso, o una necesidad constante de aprobación. Muchas veces, estas experiencias tienen raíz en esos primeros vínculos.
Lo interesante (y a veces doloroso) es que, aunque crezcamos, seguimos buscando —una y otra vez— experiencias parecidas a las que vivimos de niños. No porque queramos sufrir, sino porque intentamos, de forma inconsciente, sanar aquello que nos dolió. Buscamos reescribir la historia, encontrar a alguien que esta vez sí se quede, que esta vez sí nos mire, que esta vez sí nos ame sin condiciones.
Amar desde lo aprendido… o desde lo que estamos aprendiendo
La buena noticia es que los patrones de apego no son fijos. Podemos transformarlos. El proceso de terapia, por ejemplo, ofrece un espacio relacional seguro donde es posible revisar, sentir, reparar. También lo hacen los vínculos conscientes: cuando alguien nos trata con respeto, nos escucha, nos espera, nos cuida sin invadir, puede empezar a abrirse una grieta en la armadura de la desconfianza.
El trabajo con el cuerpo también es clave. Muchas veces, los vínculos tempranos no se alojaron solo en la mente, sino también en el sistema nervioso, en los músculos, en la respiración. Por eso, sanar el apego no es solo entender. Es permitirnos sentir, temblar, llorar, soltar… y habitar el presente con más disponibilidad emocional.
Tejer nuevos lazos
No se trata de ser perfectos ni de elegir personas que lo sean. Se trata de animarnos a revisar cómo nos vinculamos, qué nos duele, qué repetimos. Y desde ahí, desde ese darse cuenta amoroso, empezar a construir relaciones donde el cuidado, la reciprocidad y la presencia tengan lugar.
¿Qué aprendiste sobre el amor cuando eras niño? ¿Cómo se parece eso a lo que vives hoy en tus vínculos?
Tomate un momento para escribir, sin juzgarte. A veces, poner en palabras lo que sentimos es el primer paso para empezar a sanar.
Ejercicio: un mapa de tus vínculos
Puedes tomar una hoja y dibujar un mapa con tus relaciones más cercanas: familia, pareja, amistades, incluso exparejas o personas que marcaron tu historia. Al lado de cada nombre, escribe cómo te sientes en ese vínculo. ¿Seguro/a? ¿Inseguro/a? ¿Libre? ¿Agotado/a? ¿Amado/a?
Observarlo desde fuera puede ayudarte a ver patrones que se repiten… y también los lugares donde te sientes bien verdaderamente.
Si sientes que algo de esto resuena…
Si algo de esto te toca, si sientes que hay patrones que quieres transformar o formas de amar que te duelen, no tienes que atravesarlo solo. Acompañar estos procesos es parte de mi trabajo y de mi vocación.
💬 Puedes escribirme o agendar una sesión conmigo.
🌿 A veces, hablarlo con alguien puede abrir nuevas formas de habitarte… y de vincularte.
Lic. Aurora Herrera Sánchez-Bretaño
Psicóloga | Sexóloga | Terapia de pareja
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